Existe un monólogo de Darío Fo llamado 'Un día cualquiera'. Fui a verlo al Gran Teatro de Huelva interpretado por Anabel Alonso, hace muchos años, y me moría de la risa.
Esta cita no sirve mas que de introducción para lo que os quiero comentar: cómo es un día cualquiera en la vida de Manué.
A las 06'30 suena el primero de los avisos del móvil, al que le siguen otros tres que voy parando con los ojos entreabiertos para tratar de hacerme a la realidad de que Morfeo y yo terminamos nuestra relación por ese día.
Tras ponerme lo primero que pillo, entretenerme tontamente y tratar de encontrar tiempo (infructuosamente) para hacerme el desayuno, salgo a las 07'15 a la calle, mochila en la espalda y libro en las manos.
El Raval es a esas horas un paraíso de silencio, y por las esquinas asoman como por arte de magia puñados de personas que se dirigen sin hablar, como hormiguitas, en la misma dirección que yo: hacia el metro.
Ni fuman, ni bostezan, ni tosen, ni mugen. Simplemente van en una especie de trance, llevados más por sus piés que por su mente aún adormilada.
Me bajo las escaleras de mi estación, Paralel, tras ver a dos guardias de seguridad hablando entre ellos sin prestar mínima atención a nada. El andén, a pesar de que hay trenes cada 3 minutos, está lleno y caluroso. Y son sólo las 07'25.
Llega un tren. Accedo a un vagón y me acomodo al fondo, apoyado en la puerta del lado contrario. Examino las caras (guapos y guapas, feos y feas, sospechosos y no sospechosos) y abro mi libro. El 70% de los pasajeros (a veces incluso más) también va leyendo, ya sea un libro o un periódico. Me aislo por completo de los calores, las atronadoras grabaciones que anuncian la siguiente estación, y me centro totalmente en la novela y en no perder el equilibrio con los frenazos.
Unos 10 minutos mas tarde llego a la estación más cercana a mi trabajo (y por desgracia, a tantos otros edificios de oficinas): María Cristina. El tren ya va atestado y no hay hueco ni para ver el suelo. Las puertas se abren y se produce lo que yo llamo 'el desembarco de Normandía'. Cientos de personas se abalanzan sobre las puertas y sobre las escaleras mecánicas como si se tratase de una evacuación por desastres naturales.
Por las mañanas, cada 3 minutos, un nuevo tren escupe a cientos de oficinistas en María Cristina. Unos agarrados a su periódico, otros a su bocata, otros con sus tics y manías de ser el primero en salir dejando atrás a la tropa. Se pisan, se rozan, se empujan, pero el silencio sigue siendo sepulcral.
Rápidamente la columna de hormiguitas asciende a la superficie dejando atrás el inexplicable calor subterráneo.
Lo primero que veo es el cielo, afectado ya por la polución de la Diagonal. Luego atravieso el carril bici (altamente transitado) y varias calzadas, para llegar por fin doblando varias esquinas a mi edificio de oficinas.
Saludo al portero alcoholizado (signo común del gremio en Barcelona) y subo 2 plantas de ascensor. Entro en las oficinas completamente oscuras y llegó a las 8 en punto a mi sector, donde ya hay alguna compañera esperándome.
Dado que en la primera hora hay poco trabajo, se nos va el tiempo hablando de sexo, de lo que hicimos ayer, de las noticias del día o de los planes de la semana.
Por la mañana no paro de comer a todas horas, cosa que extraña a quienes me han visto mucho mas delgado al irme a Huelva.
Durante horas se suceden las llamadas atronadoras con personas que gritan en mayor o menor medida exponiendo sus problemas con las tarjetas o dispositivos que hace mi empresa. Algunas mañanas se une a esto un inestimable aprecio de mis compañeros de otros departamentos por hablar con voz de grito, como si les fueran a comprender mejor gritando. La suma de ring-rings telefónicos y de gritos es de verdad insufrible.
La última hora se hace eterna y finalmente a las 16'00 salgo por las puertas diciendo adiós al curro. Me acompaña Eva y, a veces, Irma. En el metro vamos hablando de como ha ido el día y de lo que haremos en la tarde.
Nos despedimos en mi estación y salgo a la superficie del Raval, bullicioso y animado a esta hora.
En la puerta de un colegio, docenas de madres de todas las razas, nacionalidades y religiones posibles, esperan a sus hijos.
Mas allá, en la farmacia 'gay' del barrio, una señora intenta que le den un medicamento sin receta, pese a la negativa del dependiente.
Un poco mas adelante, un integrista árabe vestido con un extraño hábito blanco de arriba a abajo, con su barba cardada, mira el escote de una infiel marroquí descocada.
Al otro lado, dos guardias civiles cachas vigilan la entrada al cuartel, mientras un yonqui ya calmado rebusca entre contenedores.
Un paso mas adelante, varios niñatos británicos blanquecinos y pijos salen de un albergue juvenil dispuestos a beberse todo el alcohol de Barcelona.
Es la calle Sant Pau, un pequeño gran crisol donde todo sucede, por dispar que sea.
Enfilo la Rambla del Raval, donde me encuentro a veces con alguno de mis alumnos, que me estrechan la mano muy contentos de verme.
Antes de llegar a casa, una prostituta llama mi atención con las consignas de todos los días: 'rubito ven', 'guapo, mirame'. Cada día me invento una excusa ('mi marido me espera', 'tengo sífilis', 'te haría daño mi tamaño', etc).
Finalmente bordeo un esperpento de hotel metálico fruto de la especulación urbana y llego a mi destartalado portal. Subo 3 pisos de puntillas (fortalece nalgas y piernas) y llegando a la puerta puedo oír cómo Darma, la perrita de mi piso, ya hace fiesta al reconocer mis pasos. Abro la puerta y el animal empieza a hacer estiramientos, carreras, saltos y meneos de cola.
Recorro el largo y oscuro pasillo hasta el salón y mi cuarto, y dejo las cosas encima de la cama.
Me preparo algo de merendar, lo mismo un plato de pasta que un croissant con nutella o unos garbanzos con chorizo, el asunto es comer.
Trato de poner una lavadora o recoger ropa ya lavada o limpiar mi cuarto.
Inmediatamente salgo para Ibn Batuta, la asociación marroquí ubicada a 100 metros, donde doy clases de castellano a inmigrantes.
Llego allí y busco a Aina, la dulcísima chica coordinadora de cursos, con unos ojazos grandes y claros como dos soles. Charlamos sobre si tengo o no preparado algo para la clase. Sobre las 18'00 me voy al aula, donde ya me esperan varios alumnos con sus sonrisas francas y sus saludos calurosos.
Unos minutos después ya somos casi 20..a veces mas, y empiezo la clase. Cuarenta ojillos de diferentes naciones africanas y asiáticas siguen mis pasos y atienden mis propuestas. Hablamos mucho, les explico verbos, les hago comentar cosas, expongo temas sociales, me quedo medio afónico, y hora y media después acaba la clase.
Me despido de Aina ya sin voz ni saliva, y me voy a casa sobre las 19'45.
Llego y dudo entre hacerme una cena tempranito, o ducharme antes, o irme a dar una vuelta.
Finalmente acabo enganchado a internet (como ahora) y se me van las horas.
A las 22'00 aún no habré cenado, ni me habré duchado ni habré salido.
Por eso me voy corriendo a la ducha, cuando salgo me como un mísero yogur, termino lo que hacía en internet y a las 23'00 o 23'30 me voy a la cama, porque al día siguiente toca abrir los ojos a las 06'30.
Eso si, si puedo, antes de dormirme, leo unas páginas de 'El maravilloso viaje de Nils Holgersson', de Selma Lagerlof, y así me duermo dulcemente.
Así es un día cualquiera en la vida de Manué.
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